Febo Campo Traviesa

Febo Campo Traviesa
Febo Campo Traviesa (F: G L)

viernes, 23 de marzo de 2012

Eureka

Ayer estaba en la plaza, pensando. Al menos hasta ayer, uno podía sentarse a pensar, con el puño cerrado contra el mentón, la cabeza gacha y el gesto adusto; como queriendo expulsar algo que se ha quedado trabado en alguna parte del cuerpo, presumiblemente la cabeza. Pensaba mucho, hacía mal. Hacía mal porque me imaginaba el futuro: seguramente pensar se convertiría pronto en un vicio propio de los holgazanes y de esta plaza quedarían sólo piedras rotas. Pensé que mejor sería pensar en el presente que nos abraza como una madre. Al fin y al cabo, la civilización está en pañales.
Traté de componer lo que entraba por mis ojos: el banco de la plaza, el camino, un limonero. Más allá una calle bajaba hasta unas casitas y luego el puerto, que remataba en la bahía en la que flotaban algunos barquitos que parecían inanimados vistos desde allí. El cielo sin nubes, de un celeste diáfano y espléndido, con un sol que me estaba cocinando los pensamientos. ¿Por qué no había elegido sentarme a la sombra? Es que ver esos barcos flotando me parecía maravilloso.
En un rato bajaría a lo de mi amigo y charlaríamos un rato. Pensé en cómo iría a contarle lo que acababa de ver. Recordar esa instantánea de la bahía me dejaba sin aliento, como cuando uno acaba de oír un poema bellísimo. Además, recordar al sol ardiente como posado sobre mi cabeza también me dejaba sin aliento. ¿Por qué amar y sufrir, ambas, me producían la misma sensación?
No me moví, seguí pensando. ¿Cómo iba a contarle a mi amigo? Podía ser razonable y usar las palabras que normalmente se estipulan: barco, bahía, mar; pero hay muchos barcos  y muchas bahías. Además, era la bahía que había visto en aquél instante. ¿Cómo reproducir con palabras esa imagen única? Por más que revolvía mi léxico entero dentro de mi cabeza no podía encontrar ninguna combinación posible para describirla.
No sé por qué, tal vez porque me di cuenta que había dejado olvidado mi cuerpo bajo el sol en una posición bastante incómoda, giré mi cabeza. Pude oír el crepitar de mis vértebras. Miré hacia mi derecha, distraídamente. Entre la sombra de unos abetos pude ver a mi amigo con su perro. Ambos me miraban en silencio.
Los saludé. El perro me hizo un ademán, pero ninguno de los dos se movió, así que me acerqué hacia donde estaban. Bajo los árboles soplaba una brisa fresca. Lo miré a mi amigo, quería contarle ya lo que había estado pensando, así que arranqué sin preámbulo: “Siempre usamos palabras, pero nunca son suficientes. ¿Acaso hay que parecer razonables para resultar elocuentes?” Dejé de hablar y sonreí. Mientras buscaba palabras para seguir hilando la rima, mi amigo frunció el ceño y luego me regañó porque le había prometido ir a su casa a almorzar. Le contesté que quería describirle una visión hermosa que había tenido de la bahía y que no hallaba las palabras adecuadas. Me preguntó desde dónde la había visto y yo le contesté que desde aquél banco donde estaba sentado. Él me replicó que entonces era muy sencillo, que podíamos ir juntos hasta allá para que él también la pudiese ver, así que fuimos los tres hasta donde yo estaba pensando antes de que él y su perro llegaran.
Le señalé la bahía con el dedo. Miró y me lanzó luego una mirada, escéptica. “Sólo veo unos barcos pescando en un día estival. Yo no puedo figurarme qué has visto de especial” me dijo. Y agregó, muy serio: “Siempre echando sus redes, nunca paran de pescar. Mañana ya no habrá peces, dejarán vacío el mar.” Me quedé perplejo, no había pensado en eso. Sin embargo, me esforcé por explicarle mi punto de vista: “Si esos barcos levantan redes al punto que casi explotan, ¿podrías explicarme cómo demonios flotan?” Se quedó un momento callado. En seguida me contestó con una evasiva: “Deberías hacer, a veces, algunos días del año, lo que siempre hacen los peces: para nunca oler a heces lo mejor es darse un baño.”
Y la verdad es que si bien no había podido contestar mi pregunta, su afirmación sobre mí había sido lapidaria. De tanto pensar al sol la atmósfera que me rodeaba tenía mucho de mis propios pensamientos. Así que dimos la discusión por terminada. Cada uno se fue a su casa.
Cuando llegué a mi casa decidí poner la mente en blanco. Cargué la bañadera con agua fresca hasta arriba, me saqué la ropa y miré la superficie del agua, límpida y muy quieta. Y me zambullí. Mi cuerpo se estremeció mientras el agua se crispaba y escapaba a chorros por los bordes de la bañadera. Una vez que volvió la quietud al agua, solamente una parte de mi cabeza sobresalía de ella. Se me fueron desprendiendo los pensamientos en el agua y me entró un sopor tibio.
Tuve algo así como un sueño. La bañadera se hizo grande como la bahía, y yo también, creo. Era un día de sol diáfano que me quemaba la nariz, los ojos y la frente, que era lo único que tenía afuera del agua. Lo curioso era que no había costa. Más allá de las aguas había un precipicio. De pronto apareció un barco surcando las aguas de la bañadera. Supongo que el capitán de ese barco querría amarrar en algún lado porque se estaba acercando a mi cabeza, que era lo único que sobresalía del agua. Primero avanzó rápidamente y luego comenzó a  virar cerca de mi nariz. Creo que el barco se habría enredado primero con mi barba, porque exhalé y el barco se tumbó. Comenzó a entrar agua por la cubierta y barco finalmente naufragó. Primero parecía que iba a enderezarse, pero se fue rápido a pique haciendo un pequeño remolino. En el instante preciso en que desapareció de la superficie del agua, un chorro escapó por el costado de la bañadera hacia el abismo.
Me desperté exaltado, otra vez sin saber qué decir. Salí de la bañadera de un salto. Contemplé toda el agua desparramada. Tenía que contárselo a mi amigo, así que salí raudamente a la calle y corrí hacia su casa. Cuando estaba llegando lo vi, como siempre, con su perro en la calle retornando a su morada. Me acerqué sonriente, con la sonrisa más grande que pude lograr y le grité algo que todavía ahora me hace revivir de pasión: “¡Eureka!”
Pasó al lado mío sin siquiera mirarme y entró a su casa. No sé si sería por esa palabra rara que había dicho o porque estaba desnudo y mojado en medio de la calle. Aún así no iba dejarme plantado de esa manera. Golpeé la puerta de su casa de modo insistente hasta que la abrió apenas y me dijo: “Yo seré bastante hosco, pero vos sos un gamberro. Que cuanto más te conozco mucho más quiero a mi perro.” Y cerró la puerta violentamente.
Es por eso que hoy están escritas estas palabras. No sé si habrá quien oiga mi historia, pero alguien recogerá mis pensamientos. Tal vez en un par de miles de años.  

sábado, 25 de febrero de 2012

Un Cuento Malísimo

Si me preguntan lo que estoy haciendo en este lugar, en el medio de la noche, delante de un cadáver y rodeado de una atmósfera infestada de olores nauseabundos; les diría que no sé, que casi puedo distinguir el olor de las flores marchitándose y que esto lo viví varias veces.
Si les dijera además que todo comenzó con el teléfono de mi casa sonando, que atendí y garabateé un par de nombres en una libreta chiquitita, que asentí pero no hice preguntas. Que después colgué, me di una ducha y me vestí con un traje oscuro. Que me puse una corbata negra finita para estar elegante, pero no llamativo. Que salí a la calle y ahora estoy frente a un cadáver. No me querrían tener de vecino.
Sin embargo, para mí es solamente un trabajo más. Así que antes de ponerle la tapa al féretro, miro a ese rostro amarillo e inexpresivo, ojos y boca cerrados con poderoso adhesivo, y digo:
-A ver, decí un número del uno al siete.
-Ocho, te maté.

domingo, 28 de agosto de 2011

No somos libres sin enemigos

Desde que tenemos historia venimos luchando por nuestra libertad. Al principio luchamos contra las amenazas de la naturaleza hostil. Luego nos multiplicamos sobre la faz de la Tierra y el mundo se pobló de infieles a los que hubo que combatir. Miles de años después, cuando las manos laicas conocieron la abundancia y el poder, luchamos por la libertad de los pueblos. Así dimos luz al Novus Ordo Seclorum y a todo lo que ello representa.
Los enemigos del nuevo orden no tardaron en aparecer. Los proletarios. Ellos no poseían nada y no podían pertenecer al régimen. El fantasma del comunismo justificó cualquier cosa: guerra, terror, cortinas de hierro.
Sin embargo, hemos librado un combate de adentro hacia afuera. Primero se ungió con bienes a la clase obrera: que tengan su dinero, sus autos, sus muebles. Que se endeuden lo más posible. Luego trajimos la revolución de las telecomunicaciones. Estamos todos conectados. ¿Quién no quiere estar conectado? Nadie quiso quedar afuera. Y todos nos integramos al régimen.
Un momento.
¿No sienten que algo está terriblemente mal?
Muchos de nosotros seguimos sintiendo la opresión. Algunos sufrimos la guerra mientras el poder político agita fantasmas inverosímiles y el poder económico se ocupa de depredar nuestros recursos. Otros pocos seguimos en guerra por cuestiones de fe, como hace unos tres mil años.
Pero yo estoy lejos de eso. Vivo en el mismo mundo y, como les dije antes, estamos conectados; pero es tanta la información que me cuesta ver las cosas claramente.
A veces leo u oigo decir que existen cosas más o menos abstractas aquí y allá que conspiran contra nosotros: el despotismo, la inflación, la inseguridad, las corporaciones, los enemigos de la libertad. A mí me cuesta mucho creer que tales cosas existan.
Igual algo anda mal. Porque salgo a la calle y muchas veces levantan muros delante de mí. Muros muy altos con alambres de púas electrificados, reflectores y francotiradores apostados en torres. A veces estoy arriba de esas paredes, con un rifle en la mano. Somos nosotros.
La libertad necesita enemigos tangibles para que podamos luchar por ella. Ojalá algún día podamos comprender que podemos vivir y hacer sin luchar.
También puede ser que nos invadan los marcianos y olvidemos nuestra propia miseria.

sábado, 30 de julio de 2011

Cosas que jamás escribiré

Todo empezó cuando era pibe. Los domingos a la tarde eran un embole. Me acuerdo que la familia se juntaba en lo de la tía Pocha a almorzar. Después de la comida, que siempre abundó, los mayores en todo su conjunto se iban a apoliyar un par de horas para hacer la digestión y llegar frescos a la hora de los mates y los partidos de fútbol.
Yo era el único pibe en la casa, ¿qué digo? ¡En la cuadra! Nunca me voy a olvidar de sus casas vetustas y achaparradas, ni del silencio sepulcral que las invadía los domingos a la hora de la siesta. Silencio, solamente quebrado por el flamear de las hojas de los árboles al viento, los tronidos y el tamborileo de tormentas ocasionales, y el canturreo (porque hasta los bichos respetaban el horario sagrado) de pájaros y chicharras del sofocante estío.
Ni siquiera había ladridos. El único perro que conocía en la cuadra era el de la casa de enfrente. En esas tardes el perro, era un manto negro con pinta de pocas pulgas, estaba sentado, como petrificado, al lado de su puerta; sin importar el clima ni la época del año. Visto a través de la ventana, por entre los agujeritos de la persiana (como lo veía yo, casi siempre) era como una postal, un monumento; tal vez un guardián de la quietud de aquellas horas. Imaginate, con semejante bestia afuera, el cagazo que me daba a mí asomar el hocico.
El interior de la casa pintaba todavía más tétrico. En el living había una mesa grande y unas sillas como gárgolas que se usaban solamente en navidad. También tenía un catafalco infernal que guardaba unas copas de cristal polvorientas y quién sabe qué cantidad de porquerías de tiempos pretéritos. Colgando de una pared empapelada de turquesa estaba el retrato oval del abuelo. Allí estaba, no podía tener otra imagen de él. El viejo tenía un gesto adusto, monocromático; con una mirada fuerte y penetrante, sobrenatural y amenazante (posiblemente delineada a manos del fotógrafo, pero de purrete no estaba advertido de esos retoques). Ese cuadro dominaba una escena toda bañada por una penumbra de persianas bajas.
El entorno auditivo no me estimulaba a plegarme a la siesta colectiva, tal y como pretendía mi viejo. Cualquier señal sonora del exterior era ahogada por la robusta mecánica de los relojes que estaban distribuidos en las mesitas de luz: una latería constante de resortes tensionados que hacían su cuenta hasta la hora señalada para los campanazos. Esta orquesta encontraba matices en ronquidos ocasionales y desgarradoras flatulencias que se perdían en el aire cada tanto.
El único lugar de liberación para mí en esos momentos era el baño. La puerta cerrada me proveía de un blindaje acústico. Además, estaba un poco más fresco y era el único rincón de la casa que no tenía olor a viejo. Ahí me pasaba la mayor parte de la siesta: me llevaba cuanto material lúdico pudiera conseguir y lo complementaba con la libre disponibilidad de agua corriente y materiales espumantes. Cuando al final sonaban las alarmas y la quietud se abría ante la increíble verborragia del relato deportivo, el piso del baño casi siempre estaba mojado y, cuándo no, enjabonado.
Al igual que el locutor de la radio, mi viejo estiraba las palabras para indicar peligro en el área. “¡Pabloooo! ¿Dónde estaaas?” vociferaba cuando me buscaba para estregarme la macana que había hecho con un sopapo. Siempre me agarraba, tarde o temprano. Después de la paliza de rigor me decía, gritando para sobreponerse a mis sollozos, pero hablando más rápido, que un día de estos Pocha o la abuela se iban a resbalar y romper la cabeza por culpa del enchastre que había hecho en el baño. Así, independientemente del resultado de los partidos, yo terminaba los domingos a la tarde haciendo pucheros, invariablemente.
A mi viejo no le gustaba nada pegarme. Era un tipo muy sensible, pero no veía otra forma de ponerme en regla. Una vez, después de fajarme unas cuantas veces por el asunto del baño de lo de Pocha, intentó disuadirme contándome la primer historia de fantasmas de la que tengo registro. Creo que la había inventado en el momento, pero me encantó. Me llevó al living de lo de Pocha y me sentó en una de esas sillas barrocas, mirando al retrato del abuelo. Me dijo que un día, antes que yo naciera, el abuelo Edmudo estaba en el club de la esquina jugando al ajedrez con el tano Bisceglia, el padre del camionero. Una partida encarnizada, según parece, porque había (según mi viejo) como doscientas personas mirándola. Se ve que el viejo estaba ahí, pensando en su próximo movimiento y el aire se cortaba con un cuchillo, nadie hablaba. Llevaban horas sentados frente al tablero. En eso al viejo le entraron ganas de ir al baño y pidió permiso. Como tenía la casa a veinte metros nomás se fue para el baño de su casa, concentrado en el juego y con una libretita donde anotaba los movimientos de la partida. El tano y los espectadores esperaron varias horas, hasta bien entrada la noche, pero el viejo se había ido para siempre: lo encontraron seco, aferrado a su libretita, sentado en el trono. El tano no lo pudo creer. Tanto se deprimió que a los dos días él también estiró la pata. Según la versión de mi viejo, la cosa no quedó ahí. Unos años después, la tía Pocha venía de hacer las compras. Pasó por la esquina y se ocurrió mirar a través de los vidrios polvorientos de la cantina del club, que por entonces ya estaba abandonada, y los vio al abuelo y al tano, concentrados entre las sombras frente a los escaques y rodeados de telarañas. La tía se pegó un susto bárbaro: se le aflojaron las piernas, se le cayó la bolsa de los mandados y llegó a su casa toda pálida. Y con esa cara, y encima que se le había roto la botella de vermut que le había mandado a comprar, la abuela le exigió una explicación. Pocha le contó lo que acababa de ver y la abuela la dijo varias veces que estaba loca, hasta que se les ocurrió ir a mirar la libretita que estaba guardada en el aparador. Encontraron que había registrados varios movimientos posteriores a la fecha del deceso. Ahí la abuela le dio la razón a Pocha. Entonces, me dijo mi viejo, que el alma del abuelo no iba a encontrar sosiego hasta que se acabara la partida. Que a veces volvía al baño (tratándose de una entidad puramente etérea, no me figuro el motivo) para pensar las jugadas más trascendentales, así que mejor que no hiciera lío ahí porque sino el abuelo no se iba a poder ir al cielo. Yo le pregunté, naturalmente, cómo sabía que la partida no se había terminado ya. Él me contestó que la abuela a veces lo siente entrar a la casa a la hora de la siesta. Que cada tanto revisa la libretita y observa el progreso de la partida, esperando ver algún día los dos signos más al lado de alguna movida. Que eso todavía no había sucedido. Añadió, medio en broma y señalando el retrato oval, que ese rictus hosco que llevaba en la cara se iba a ir cuando pudiera terminar la partida.
Me hizo prometer que no iba a desordenar más el baño y que no le dijera a nadie que me había contado del abuelo. Lejos de aplacar mis ánimos, el relato me incitó a hacer cosas nuevas. A partir de ahí, mis incursiones al baño ya no involucraron agua y jabón, sino sesiones de oscuridad total, con velas, copas y tablas güija hechas con lápiz y papel. Luego de las advertencias de mi viejo, trataba de ser más pulcro y no dejar huellas, pero él se ocupaba de averiguar en qué andaba. Cada tanto, antes de encender la radio venía y me decía despacito: “vaya rápido y limpie las gotas de cera del lavabo antes que se entere su madre”. Yo obedecía, claro. Ese era nuestro pacto secreto: él se sentía parte responsable de mis ánimos espiritistas y no quería sentirse obligado a dar explicaciones.
Una vez no hubo manera de zafar. Una tarde bochornosa, no sé por qué sentí el deseo irrefrenable de buscar la famosa libretita en el aparador. Empecé a abrir puertas (creo que rompí algunas cerraduras) y a revolver trastos en busca de la evidencia. Saqué algunas cosas y me metí adentro, porque era muy grande. Estaba muy confiado que la iba a encontrar y que no me iban a pescar. ¡Cuán equivocado estaba! Abocado a la búsqueda y agachado dentro del aparador, sentí un ruido que me sobresaltó, no sé qué fue. Pensé que alguien se había levantado de la cama. Me incorporé de pronto y me di la cabeza contra el interior del mueble, con tan mala suerte que hice que un estante de la vitrina se desprendiera de su posición fija y promoviera una reacción en cadena que terminó con la cristalería hecha añicos. Cuando logré salir del aparador me encontré que había despertado a los jinetes del Apocalipsis. Estaban delante de mí, con los cabellos revueltos, sacando turno para abatir sus maldiciones sobre mí. Tan conmocionado estaba todo que hasta el perro de enfrente no paraba de ladrar. Yo estaba con un julepe terrible, me temblaban las piernas. Mi vieja y la abuela me lanzaban gritos a repetición, mientras la tía Pocha se tapaba la boca, recorriendo de un lado al otro la escena y repitiendo “ay, las copas”. Mi viejo, más atrás, permanecía en silencio, con un codo apoyado en el espaldar de una silla y cubriéndose la cara con la mano. En pos de defender lo indefendible, mencioné la libreta del abuelo. Inmediatamente, todos los insultos cambiaron de destinatario. Las tres mujeres se le fueron al humo a mi viejo, entre gritos y llantos. Él me lanzó una mirada lúgubre, y después comenzó a contestarles, también a los gritos.
Creo que desde ese día no volvimos más a lo de Pocha. La abuela falleció al año siguiente. Pocha vendió la casa, se juntó con un milico y se fue a vivir a Córdoba. Nos vimos en algunas ocasiones, pero nunca evocamos aquellas vivencias. Del abuelo y su libreta no supe más nada, así que descarté, de allí en más, la posibilidad de toparme cara a cara con su espectro.
Sin embargo, mi pasión por los fantasmas no claudicó. Leí muchos relatos de misterio y ensayos sobre mitos urbanos que involucraban fantasmas. Pero lo que más me gusta hacer es meterme en las peñas pueblerinas, sobre todo en los pueblos más chicos, para animar a los viejos a que me cuenten sus propias versiones de la llorona y la luz mala. Me inspira y me ayuda a narrar mis historias.

Cosas que jamás escribiré

Sus memorias, las de él, estaban regadas por ahí, dentro de su oficina. Las notas que había escrito sobre él eran horrorosamente intrincadas. No sé quién carajo tendría ganas de leerlas. Unas fotos o unos videos hubieran sido mucho más eficaces. “No quiero que se vea mi cara. No me favorece.” me decía.

La foto era muy elocuente. La verdad que era un negro muy feo. Me dio pena verlo así. No se lo merecía. Eso que tenía escrito, guardado por ahí, era lo único que me ataba a esa imagen.

“¿Y ahora qué?” pensé.

Me levanté de la silla y enfilé hacia la calle. Sobre la mesa dejé la taza vacía, el dinero del café y el diario con las noticias de ayer. Abierto en las policiales, titulaba en letras grandes: “peligroso delincuente abatido en operativo”.

Carlos (fragmento)

lunes, 25 de julio de 2011

Nuevas palabras - Léxico espurio

demacracia:

f. Doctrina favorable a la intervención de la gente flaca en el gobierno.

Su etimología no está completamente clara aún. La demacracia, en la práctica, ha favorecido la intervención de flacos, así como pelados, petisos y payasos de diversa índole. Existe una corriente que vincula a la demacracia con una flaqueza más bien moral. También se asocia a la demacracia  indirectamente con doctrinas personalistas, tales como el peronismo y el menemismo. En este contexto, la demacracia hallaría su raíz etimológica en el nombre del principal referente del partido conocido en la Argentina como Propuesta Republicana. Los opositores más acérrimos a esta doctrina han asociado a la demacracia con la demagogia, pero este pensamiento no ha ganado demasiados adeptos. Se sospecha que la impopularidad de esta corriente no se debe a que sea errada, sino a que quienes acataron la demacracia alguna vez deban admitir su propia idiotez para poder abrazar el nuevo paradigma.

lunes, 18 de julio de 2011

Helarte

Hela aquí:
nívea la obra
de lados con tornos
contempla y tirita

hiela la sangre
el dedo señala
escarcha
el gélido bloque
flotando en los mares
de todos los tiempos

contempla en la barca
se mece, sueña
la mole da vida
el creador despierta

arrastra su pluma
describe
y tiembla
su pulso no le deja
robar la inmensidad
con un poema

calla, contempla
calla, congela
el instante mudo
de su primera letra


L.N. Monsalve (2011)